Columna - A Martha, mi maestra


(Junio, 2004)


A medida que pasa el tiempo, la recuerdo con mayor cariño. Guardo de ella en especial una imagen: los martes, a la segunda hora, llaveaba la puerta de la clase y ponía en su tocadiscos portátil (¡qué antiguedad!) un disco de Serrat cantando poemas de Antonio Machado. Ella sacaba afuera su sangre gitana y bailaba con castañuelas imaginarias entre las hileras de pupitres, mientras la clase entera la contemplaba extasiada y masticaba cada verso del poeta, cada nota entonada por el Nano, como si fuera una barra de chocolate blanco.

Hija de españoles y nacida en la Argentina, mi querida maestra del sexto grado vive en mi corazón igual que antes y no puedo dejar de pensar en cuán gravitante fue en mi vida, y seguramente en la de casi todas las chicas que tuvimos la suerte de contarla entre nuestros formadores en aquel colegio de Buenos Aires. Ya en aquella época - bueno, no son tantos años - para Martha Rodriguez de Diaz, la educación no sólo era seguir las reglas rutinarias de la enseñanza, sino consistía en convertir cada día en una experiencia diferente, maravillosa, para aprender todo, desde a qué se dedicaban los fenicios, a cuántos tomates se podían comprar en las ferias con dos dólares al cambio actual.

Pero en particular, le agradezco dos cosas: el haberme enseñado a amar los libros y a sacar afuera mis inquietudes literarias, con sus inolvidables clases de redacción escolar. En realidad, son tres: y la ternura inagotable que ponía en cada momento de su enseñanza.

Pocas veces nos detenemos a pensar en nuestros formadores y en cuánto han incidido no sólo en nuestra formación educativa, sino en nuestra vida misma. Hoy como ayer, la importancia del docente en la vida de sus alumnos no puede ser medida con nada, cuando el mismo hace de su magisterio un apostolado. Desde el momento en que traspone la puerta de su clase, el maestro se convierte en estrella guía de los chicos y jóvenes que tiene a su cargo y es capaz de hacer germinar en ellos no sólo materias frías del calendario escolar, sino curiosidad, deseos de explorar más, afectos indescubiertos, voluntad y amor. Porque aquello que se enseña con amor, “entra” de la misma manera y echa frutos.

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