Relatos sueltos- Don Segundo



De "El peldaño gris"


No importaban el sol, la lluvia o las olas bravas en los días de tormenta. Incluso, muchas veces no importaron sus achaques si se trataba de hacerle un favor a alguien más enfermo que él, que precisaba con urgencia pasar al otro lado del río. Para don Segundo, fueron un verdadero placer los casi treinta años trabajando de pasero, haciendo pasar gente desde Villa Hayes hacia Piquete Cué o saliendo al paso de los barcos o lanchas que venían del norte y traían pasajeros.

Por aquella época no existía aún el puente sobre el río, en Remanso, entonces el cruce del río Paraguay se hacía por balsa y por canoa. Las balsas “ Villa Florida” y “Villa Hayes” hacían pasar de una orilla a otra los automóviles, transganados y los colectivos de pasajeros. Pero para esto cumplían un horario que se prolongaba sólo hasta las ocho de la noche,; entonces, si de pronto alguien llegaba hasta el puerto de Villa Hayes y necesitaba pasar al otro lado esa misma noche, pagaba su tarifa y el pasero, desafiando el sueño o el frío, cruzaba hacia Piquete Cué para “llamar “ a la balsa, que “dormía” allí hasta su primera salida a las cinco de la mañana, y ésta, cobrando una tarifa especial, venía a buscar al pasajero que a veces era un estanciero, un militar, o un transganado repleto de vacas mugientes.

Muchas veces llovía y había tormenta, pero él, sin inmutarse, tomaba su largo capote, sus dos remos y partía contento a cumplir su misión. Generalmente la balsa llegaba antes de que él volviera. Más de una vez tuvo algún percance por el camino, pero siempre sorteó todas las dificultades y regresó a casa.

Conocía todos los recovecos del río y sus misterios, amaba y cuidaba de sus canoas como si fueran personas: Sirena, Campeón y Halcón siempre estaban bien pintadas, limpias y desaguadas para que el agua no estropeara los maderos o el calafate. De tanto en tanto las sacaba a la orilla y panza para arriba eran reparadas por completo; un trozo de tabla aquí, estopa y bleque allá, para que quedara como nueva. Y con asientos anchos para que los pasajeros viajaran cómodos. Los remos estaban siempre lisos y parejos, pero más tarde fueron reemplazados por un motor fuera de borda que le ahorró el esfuerzo de los últimos años.

Sus ochenta y pico de años parecían cincuenta por su vitalidad y su elegancia. En su físico sobresalían sus hermosos ojos verdes y en su personalidad, su amabilidad. Ser un pasajero en su canoa era un verdadero placer porque siempre tenía una conversación amena y la palabra justa para todos los momentos. Además del río con sus ruidos y sus silencios, cultivó la amistad de seres de todo tipo.

En la orilla del río, amarraba sus tres canoas a pilotes fabricados con troncos de diferentes árboles. Si el tiempo estaba inestable, él se levantaba una y otra vez a verificar que no se hubieran soltado las amarras o que las canoas no chocaran entre sí agitadas por el viento.

Cierta vez, fabricó sus pilotes del fino tronco de un sauce llorón que había traído de la isla San Francisco. Y ocurrió el dulce milagro de que el tronco sin raíz, convertido en un largo palo hundido en la orilla, metida en el agua en la zona plana donde atracaba sus canoas, echó brotes verdes. Decenas de hojitas verdes fueron poblando día a día el flaco tronco de aquel sauce dormido.

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