Opinión - Una ciudad gentil para los bastones blancos



(Publicado en La Nación, el 18.04.2011)

Si digo que venía a 60, mis hijas se matarían de la risa, porque saben que manejo despacio. Pero, aunque ellas no lo crean, mi velocímetro casi alcanzaba 40, porque quería pasar la avenida antes de que el semáforo cambiara al amarillo. Entonces lo vi venir, esquivando los cascotes y pozos de la vereda y tanteando obstáculos con su bastón blanco. Alguien, en un pequeño Gol, que sí logró ganarle la carrera a la luz, hacia el otro lado de Mariscal López, casi lo atropella cuando desvió hacia la estación de servicio.


Alertado por el ruido, el joven frenó de golpe, justo a tiempo para que el aprendiz de rallista pase sin atropellarlo. Sacudiéndose el sudor frío de la frente cruzó la calle y fue golpeando las columnas de Ande y el que tiene el nombre de la calle, con su bastón. Iba bien vestido, con varias cadenas y pulseras de cuerina y metal, y un maletín marrón en la mano izquierda. Ya en la esquina opuesta, se paró a esperar el colectivo.


Crucé Etienne a 20, por miedo a pisarle la sombra.


Recordé a Emilio, mi ex compañero de facultad y toda su enorme lucha por estudiar y sobresalir en una sociedad donde era/es muy difícil la vida cotidiana para las personas diferentes, como los no videntes. Hablo de la década del 80, cuando aún se escribían a mano las cartas de amor y las esquelas con dibujitos de corazones y gotas de perfume, hacían latir fuerte los corazones de los enamorados.


Emilio había perdido la vista cuando estudiaba medicina, pero logró sobreponerse al infortunio y desarrolló con creces otros sentidos que lo hicieron uno de los mejores de la promoción. Además, se había ganado el cariño de todos los compañeros... y de muchas compañeras que se “peleaban” por mimarlo copiándole las lecciones o grabándole cassettes para que aprendiera más rápido y él los traspasara al braille. Yo le grababa poemas de los mejores poetas universales, que él utilizaba en la biblioteca de la Escuela de Ciegos, donde llevaba varios años trabajando. Muchas veces, al pasar por Eusebio Ayala y Morquio, he visto decenas de bastones blancos guiando a su dueños hasta la escuela, y entre ellos iba mi amigo, con la sonrisa en el rostro.


Los domingos, Emilio iba a casa a estudiar conmigo. Tomaba el “21” en Sajonia, y se bajaba (un siglo después) en la calle Libertad, en San Miguel, derechito hacia mi calle. La primera vez fue preguntando, y pasó media cuadra mi casa. La segunda vez ya se guió por el aroma de las vacas de mi vecino... Más de una vez fue llegando con alguien que lo tomaba de la mano para guiarlo. Para cruzar las calles o para diferenciar las líneas de colectivos, siempre aparecía alguna buena persona que lo ayudaba.


Ahora veo con preocupación como la ciudad se ha vuelto cada vez más hostil para los invidentes. Las veredas están pobladas de obstáculos (mosaicos rotos, hoyos, hierros salientes, escombros, carritos de panchos, planteras, bocas de registro de Essap destapados, columnas caídas, etc.).


A esto hay que sumarle que los choferes de los colectivos suelen pasar de golpe, cuando muchos de ellos le hacen la señal de parar. Si no les paran a los escolares que son unos ángeles que pueden ver, no les da piel de gallina dejar sin transporte a su prójimo, que no ve su mala acción.


Sí, es destacable que muchos compatriotas con capacidades especiales están insertados en importantes puestos de trabajo, y no se quedan encerrados en sus casas, acrecentando su pesar. Y justamente porque deben salir de sus hogares, para realizar sus tareas, es que se necesita una mayor concienciación de la gente, para que los ayude guiándolos en la calle. Pero más importante aún es que los municipios se ocupen de brindarles espacios seguros para caminar y movilizarse.


¿Emilio? No lo veo hace tiempo, pero está siempre presente en mi corazón.


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