Relatos sueltos -Necesidad de ti
(De "Fuego que no se apaga-Relatos de amor y desamor)
Recuerdo que era otoño. Había una algarabía terrible en el puerto, en una de las dársenas, de aquel Buenos Aires que aún hoy recuerdo con el mayor de los afectos, y donde vivimos diez años de nuestro amor. Habiamos ido a mirar cómo se despedían los que van a Europa, en barco. Parecía una película en aquellas en que uno ve llorar a los que se quedan y a los que se van, pero en vez de batir pañuelos, blancas tiras de papel higiénico volaban en el viento, tirados como papel de cotillón.
Íbamos de la mano, hablando de nada y de todo, rozándonos el cuerpo en cada paso, robándonos besos ante la mirada de la gente que sonreía ante nuestras demostraciones de afecto. Tu vientre comenzaba a redondearse bajo tu vestido amarillo con flores color naranja, y debajo de èl, un hijo que no era mío pero que yo quería como si lo fuera, porque te amaba más allá de todo prejuicio.
Había escuchado todo tipo de comentarios sobre tu vida anterior. Que tu comportamiento en el conventillo de San Telmo no era decoroso, que ni vos sabías quien era el padre de tu hijo. A mí no me importó. Te conocí en la tienda de antigüedades, cuando trataste de ayudarme a encontrar un collar de coral para mi madre. En realidad era para una amiga muy íntima, pero te mentí porque apenas te ví ya estaba enamorado de ti.
Entonces aún no se te notaba el vientre. Llevabas puesto un conjunto de lana gris rata y un chal rojo que resaltaba enredado con tu pelo oscuro. Compré el collar y regresé a los dos días por un par de gemelos que jamás usé. La tercera visita la hice el domingo por la mañana, pero no te encontré; pregunté por ti y me dijeron que estabas enferma. Volví al día siguiente y al siguiente: tenía necesidad de verte. Recién volviste a trabajar el jueves, porque tuviste una pequeña hemorragia y te recomendaron reposar.
Fue ese día que me contaste que estabas embarazada. No se nota, dije yo.
Estabas de apenas dos meses y tus ojos brillantes me decían que querías ese hijo.
Comenzamos a vernos casi todos los días. Te esperaba a la salida del trabajo, recostado sobre la pared, a veces con masitas, a veces con un ramo de flores. Caminábamos por las calles devorándonos la vida con enormes risotadas, por cualquier motivo. Deseaba que abandonaras tu pieza del inquilinato, pero me costó convencerte. No querías dejar a tu madre y a tus hermanos, porque necesitaban de tu ingreso. Fue difícil, porque yo podía hacerme cargo de vos, pero no de ellos, no era mucho lo que ganaba como contador de una empresa y menos con la venta de mis cuadros de artista incipiente y romántico.
Tuvimos que armar una estrategia económica para que no los desatiendas y poder irte a vivir conmigo. Lo que gano es para los dos y lo que vos ganás, para ellos, además van a ahorrar la parte que te toca de comida, te dije. Te gustó la idea, aunque sentías temor de que al nacer tu hijo yo dejara de quererte. Eso no va a ocurrir jamás, te dije. En realidad, era yo quien sentía pánico de pensar que podrías volver con el padre de ese niño y olvidarte de mi. El no vale nada, no me merece mi amor, me habías dicho, pero tus palabras encerraban mucho resentimiento, y tenía la sensación de que lo seguías queriendo, Matilde.
Meses después nació el niño y lo inscribiste con mi nombre, Francisco José, porque dijiste que su verdadero padre era yo. Lo quise mucho, desde el momento en que lo tomé en mis brazos. Creció conmigo y contigo, como una familia. Yo le enseñé a caminar, a atarse los cordones, a jugar al fútbol, a pintar en sus hojas blancas al mismo tiempo en que yo pintaba mis lienzos. Más de una vez me arruinó una tela con sus garabatos. Para mí, que él estuviera contento era más importante que cualquier otra cosa, total, las pinturas casi no se vendían.
Yo quería otro hijo, pero vos preferías esperar. Seguías trabajando en la misma tienda y continuabas ayudando a tu madre que cada día se daba más a la bebida. Tus hermanos ya crecidos no estudiaban ni trabajaban y teniamos que seguir mateniéndolos, incluso, llegamos a tener a uno de los dos con nosotros durante meses, porque se había peleado con tu madre.
Pasaron diez años para que podamos mudarnos a un departamento más grande, aunque lo que yo quería era poder brindarles una casa, para que Francisco tuviera más espacio para jugar. Además, seguía soñando con un hijo, pero a vos eso no parecía preocuparte, y quería volver a mi patria, con ustedes dos, para que mi madre los conozca.
Algunos, casi los mismos que me habían hablado mal de ti, me dijeron que estaba ciego de amor y no veía que no me querías, que sólo me estabas utilizando. Sin embargo yo sentía tu afecto, de verdad lo sentía. De noche, cuando me abrazabas y te entregabas tan dócilmente, yo podía escuchar palpitar tu corazón debajo de mi pecho, y estaba seguro que sentías mucho amor por mí.
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Era otoño de nuevo y estuve parado en esta esquina, esperando verte, porque tenía necesidad de ti. Llevaba allí casi una hora. Por fin bajaron las persianas del negocio y se apagó la luz. Ya va a salir enseguida, pensé, pero te hiciste esperar. Hacìa un mes que me dejaste. Dame tiempo, dijiste al marcharte. Por más que supliqué, te fuiste igual. Pero me dejaste a mi hijo. En realidad, él no quiso irse contigo. Se aferró a mi con todas sus fuerzas, cuando amagaste llevarlo. A decir verdad, no hiciste mucho esfuerzo por convencerlo. El no lleva mi sangre, pero sí mi nombre y mi apellido, y mi amor, entonces, tenía todo el derecho en reclamarlo.
Llamaste dos días después para decir que estabas bien, y que todavía necesitabas tiempo. No querías que te llame ni te busque, dijiste que si lo hacía, no ibas a volver. Aguanté hasta ese día, pero ya no pude más. Fui a buscarte porque te extrañamos. Fuí solo, porque el nene tenía catarro y estaba en cama, lo dejé con la vecina mientras te esperaba para llevarte de nuevo a casa.
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Saliste de la mano con tu patrón, riéndote con ganas, como lo hacías conmigo. Me acerqué y te dije : Matilde, ¿qué hiciste con nuestra vida?. Vos sabés que nunca te quise. Tus palabras entraron como una daga en mi corazón. Andate, y podés llevarte a tu hijo, me gritaste en la cara, mientras èl te tomaba de la cintura.
Corrí las cuadras de San Telmo ciego de dolor y de tristeza, me lastimé la frente cuando terminé la carrera, por alguna pared. Lloré días enteros y fue Francisco quien me cuidó cuando me volví un pobre niño abandonado.
Una mañana, me dijo que ya no quería verte, y fue él quien me insistió para que nos fuéramos. Entonces, regalé las cosas y renuncié al trabajo y nos fuimos a Paraguay, sólo con tres maletas, y dejamos atrás tu recuerdo.
Han pasado muchos años, Matilde, y creo que ambos, todavía tenemos necesidad de ti.
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