Relatos sueltos - El peldaño gris


De "El peldaño gris"

(Pintura de Ricardo Migliorisi)


Avanzó por el zaguán oscuro con una bolsa repleta de basura. Abrió una hoja de la enorme puerta de madera que la doblaba en tamaño, y salió afuera, depositó en la vereda los desperdicios al lado de una hilera de bolsas y latas enormes con un maloliente cargamento. Miró hacia la calle: serían alrededor de las diez de la noche, el viento fresco de setiembre le removió las greñas cortas y la abofeteó en la cara.


En la otra cuadra la luz del supermercado iluminaba la mitad de la calzada, mientras algunos transeúntes volvían a sus casas con pasos presurosos. Mantuvo su mano en el picaporte por largo rato, luego, sin pensarlo cerró la puerta tras de sí. «Ya está», pensó, «ahora ya no puedo volver atrás»; no podía entrar porque no tenía llave, además no tenía ganas de continuar sufriendo tanto. Se sentó durante largos minutos en el enorme peldaño gris situado bajo la puerta, dejó que la brisa continuara jugando con su pelo y luego se marchó a cumplir con su determinación.


En la Avenida 9 de Julio los autos pasaban como hormigas. De pronto los vio formados en interminables filas esperando el cambio de color en el semáforo, cuando de repente se abalanzaban todos en rauda carrera. Esperó unos minutos sentada en uno de los bancos pintados de blanco de los paseos; se tocó el estómago que aún le ardía. Escupió una y otra vez. Aún sentía el gusto a desinfectante en la boca (es que se lo había tomado de golpe, un trago tras otro hasta acabar con la lata triangular), después vinieron los vómitos: le zumbaron los oídos y sintió retorcerse las tripas en total rechazo al extraño brebaje. Entonces sin quererlo lo volvió a echar todo.


Miró los autos que pasaban uno tras otro, esperó la quietud mientras la luz daba rojo, y al mismo tiempo del cambio al verde, salió al paso de los autos. Cerró los ojos y escuchó mil insultos de los conductores que la esquivaron peligrosamente; cuando terminaron de pasar los autos aún estaba allí, parada en medio de la avenida. Caminó hacia otro largo banco y se sentó a llorar impotente: ni siquiera la muerte la quería. En sus oídos retumbaron las voces que le gritaban: «¿Te querés morir?», «Andate a otro lado infeliz», «¿Estás loco desgraciado?». Su vaquero desgastado, la camisa a cuadros y su pelo corto la hacían aparentar un muchachito, ocultando a una niña de once años asustada y marchita.


Secas las lágrimas volvió a caminar sin rumbo por la ciudad enorme e indiferente. Nadie la molestó porque así como los conductores, los diferentes grupos de muchachos que recorrían las calles o tomaban cerveza en los bares instalados en las veredas, la confundieron con un muchachito moreno y triste, recién llegado del interior.

Caminó sin prisa hacia algún lado, sin saber precisamente dónde. ¿Adónde iría?, sin darse cuenta se encontró a media cuadra de la casa donde trabaja limpiando por las mañanas. Vio en la vereda a dos señoras: su madre y su patrona que la esperaban con la preocupación reflejada en el rostro. La primera pensó en una simple fuga, pero la segunda, conocedora de sus sufrimientos adivinó en parte lo que había ocurrido y trató de darle un poco de seguridad y el afecto ausente, en un abrazo.


Con pasos vacilantes y la rabia apretada en la garganta, volvió a traspasar el peldaño gris y la enorme puerta colonial.


Las primeras luces del día la encontraron con los ojos abiertos y fijos en el blanco yeso del techo.

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