Ese perfume en la playa (De "Donde el rìo me lleve")
No pude dormir. Ya me
había puesto el camisón para intentar cerrar los ojos, pero
necesité volver a salir afuera, a liberar mis recuerdos. El paisaje
es maravilloso, empieza a clarear en el horizonte, y el cielo se
pinta de tonos multicolores que se unen con el azul del mar.
Me recuerda a una de mis
pocas vacaciones, en Mar del Plata. Luisa me había convencido para
ir con ella y su marido a pasar tres días cerca del mar. Su esposo,
Rolando , que era electricista, consiguió una changa en una casa de
verano ubicada en la playa.
Todavía no era temporada
y la casa estaba vacía, precisamente, los dueños la querían poner
a punto para cuando fueran. Estaba ubicada en una zona solitaria,
pero bellísima. Mientras Rolando trabajaba, Luisa y yo dábamos
largos paseos por la playa y nos bañamos y jugamos en el agua como
dos criaturas. Ni siquiera nos preocupábamos de la comida. Rolando
insistía en que no hiciéramos nada, y se iba a la despensa a buscar
pan, jamón, vino y soda, para el almuerzo.
Sean felices mis niñas,
nos decía al vernos tan relajadas de nuestras ocupaciones
habituales.
El último día en Mar del
Plata, Luisa se quedó a limpiar la casa, para dejarla aseada. Me
empujó para que fuera a caminar sola y a despedirme del mar. Me
quité las zapatillas y comencé a jugar con el agua, en la costa. A
lo lejos, un barco oscuro e inmenso, zurcaba la inmensidad donde se
unían cielo y agua.
Tenía la tentación de
entrar a nadar por última vez, pero no me había puesto el traje de
baño. Miré mi vestido blanco . Me quité el saquito que llevaba
encima, lo puse sobre la arena, lejos, para que la marejada no la
lleve agua adentro, y me perdí entre las pequeñas olas.
El agua esta algo frío,
pero al empezar a nadar se me calentó el cuerpo. Se sentía
delicioso. Cerré los ojos y recordé las veces que nos zambullimos
en el río con Carlita y los chicos. Era en agua dulce, entonces,
como dulce fue mi primera infancia, hasta que ella se marchó.
Salí tiritando del mar.
Entonces lo ví, estaba parado en la orilla, mirándome. Se va a
congelar, me dijo. No pude responderle porque me castañeaban los
dientes, además me sentí avergonzada porque mi vestido era de
color claro y seguramente al mojarse se transparentaba toda mi ropa
interior.
Me pasó su saco para que
me lo pusiera. No, gracias, no se preocupe, le dije. Insistió en
cubrirme con él y yo me resistí. Estoy mojada y salada, le dije. No
me dejó decidir y prácticamente me envolvió con su abrigo. Me
estaba poniendo azul del frío.
Ví su auto cerca de la
playa.
Pensé que era alguien
que quería suicidarse al verla en el agua con este frío, dijo. No,
sólo me estaba despidiendo del agua, le respondí. Me preguntó
dónde vivía, para acercarme, entonces le expliqué que estaba de
paso, y que me iba a la tarde.
Le mostré la casa donde
estaba quedándome, y sonrió. Era su casa, y estaba viniendo para
pagarle por su trabajo a Rolando. Creo que me puse roja y él me dijo
que por suerte me estaba volviendo la sangre al cuerpo, porque estuve
al borde del congelamiento.
Luisa me mandó a ducharme
de inmediato y entré al baño con el perfume de su saco en todos mis
poros. Cuando salí, estaba tomando un café que le invitó mi
amiga, mientras hacía cuentas con Rolando.
Me puse una calza blanca y
un pulover turqueza. Llevaba el pelo húmedo y alborotado a causa del
agua salada. Le devolví el saco, y le dije que traté de sacarle la
sal con una tohalla húmeda. Respondió que no me preocupara, que lo
enviaría a la tintorería, en Buenos Aires.
Qué bellos ojos, exclamó.
Luisa y Rolando me miraron al mismo tiempo. Nadie se había fijado
nunca en mis ojos, excepto mi abuela. Ella solía decirme que tenía
el mismo color verde y la mirada de mi abuelo y de mi madre. Apenas
pude balbucear un gracias y salí hacia el hall, avergonzada.
Federico Mejía subió a
su auto y se marchó. Me saludó con la cabeza cuando abrió la
puerta de su deportivo blanco, y se perdió por el camino de la
playa, rumbo a su hogar.
Me hechizó por completo.
Ningún
hombre había logrado jamás erizarme la piel como él lo había
hecho con apenas el gesto de prestarme su abrigo y mirarme a los
ojos. Quiso el destino que cerca de otro tipo de agua, salada, esta
vez, el amor llamara a la puerta de mi corazón, pero, como debía
ser, seguramente, sin correspondencia. Parecía destinada a no ser
amada por quien yo quisiera, como Rogelia.
Volvimos a Buenos Aires en
el tren de la tarde. Las cinco horas del viaje me sirvieron para
rememorar el instante en que lo ví esperándome en la orilla, con el
saco en la mano, como si yo formara parte de su vida.
Durante meses, su perfume
se quedó impregnado en mi piel y en mi memoria.
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