La joven de la casa del Peñón
Ella se
deja ver en las noches de luna nueva. Los
lugareños afirman que su silueta sobresale en la
pequeña terraza de la casa del Peñón. La brisa que
besa el río Paraguay, mueve los pliegues de su
vestido y le da un vuelo de mariposa a sus
cabellos, según cuentan.
Ella mira
hacia el horizonte durante largos minutos. ¿Qué
busca con la mirada? Lo busca a él, espera que
regrese a su lado.
Se conocieron en cuarto grado, en la escuela. El, de apariencia frágil, era un ser dulce y amigable. Ella, un poco arisca y rebelde, terminó sucumbiendo a su gentileza diaria. El le llevaba cada día, un dulce de caña de azúcar, un cono de papel repleto de pororó o una fruta tomada del huerto de su madre.
La
adolescencia los encontró más unidos que nunca.
Sentados uno al lado del otro en la clase,
paseando por el campo, remando hacia el río
Confuso en las tardes de verano, o bañándose en
las aguas tranquilas, como dos niños. Soñaban con
ir a vivir a Asunción y tener una familia.
Asunción era un punto lejano al final del río; a
la derecha se erguía el enorme Chaco y a la
izquierda, la región oriental donde crecieron.
El enfermó
y ya no les permitieron estar juntos. Sus padres
la llevaron a consultar con un médico, en la
capital, para confirmar que no se hubiera
contagiado. Estaba sana. La enviaron a
Encarnación, a casa de sus tíos paternos. Suplicó
que la dejaran volver pronto, pero pasó casi un
año para que eso ocurriera.
Volvió en
el invierno, en el mes de junio, y Pablo ya no
estaba. Sus amigas le contaron que su padre mandó
construir una casa blanca en el peñón ubicado en
el medio del río, y lo confinó a ese lugar. La
lepra había progresado y decidió aislarlo.
Lloró días
y noches, suplicando la dejaran visitarlo. Su
madre había enmudecido para ella y su padre se
mostró inflexible.
Habló con
varios canoeros para que la trasladaran hasta
alli, pero nadie en Piquete Cué quiso
comprometerse con algo tan delicado y mucho menos,
enfrentarse a la furia de su padre, el temible
Coronel Cañete, ni al del padre de Pablo, el
capitán Machado.
Consiguió
hablar con un canoero del otro lado del río, de
Villa Hayes, don Segundo. El accedió porque estaba
convencido que al amor hay que ayudarlo, y que
solo Dios decidiría si es o no peligroso acercarse
a un enfermo, por màs contagiosa que fuere su mal.
Era noche de luna nueva cuando la esperó en la costa del río, camuflado entre el camalotal en flor. Catalina llegó corriendo, con varias bolsas en la mano. Temblaba de miedo y emoción.
Don
Segundo remó sereno y parejo, silbando una
guarania. La correntada estaba a favor y la luna
hermosa alumbrada con su hilo de luz; y ella fue
todo el camino sonriendo desde el corazón.
La ayudó a
desembarcar y ató su cano a la saliente de una de
las rocas, en el pequeño muelle.
Pablo!,
llamó ella. Pablo!, y el viento pareció repetir su
nombre.
Lo vio en
lo alto, envuelto en una sábana de lienzo. Ella
corrió a abrazarlo , pero él dio un paso atrás. No
quiso que lo tocara, para cuidarla. Se quedó un
par de horas con él y antes de marcharse, le
acomodó las cosas que le había llevaba en una
alacena de metal herrumbrado .
El estaba
solo allí. Solo con el río, en esa casa en la
piedra, en medio de la nada. Solo con su orfandad
y esa enfermedad que lo iba carcomiendo
lentamente.
De
regreso, su rostro cambió de la sonrisa a la
lágrima. Hizo el viaje en silencio. Solo los
pájaros nocturnos se dejaban oír en la quietud de
la noche.
Repitieron
los viajes durante tres semanas, hasta que fue
descubierta. Sus padres la amenazaron con enviarla
a un convento y denunciaron al canoero. Pero no
había delito en su tarea, el comisario alegó a su
favor que hacía una labor humanitaria.
Esperó con
impaciencia que pasaron los meses y cumpliera
veinte años, para lograr la mayoría de edad. Viajó
hasta Villa Hayes en la balsa y buscó a don
Segundo. Su plan era aún más arriesgado.
Lo
esperaría el sábado a las dos de la tarde, hora en
que sus padres hacìan la siesta, en otro punto de
de la costa.
El canoero
sorteó la tormenta para remar desde la costa
occidental hasta la oriental, en diagonal. Llovía
mucho y hacía frío. Hizo el viaje con su canoa más
grande y resistente. La vio con muchos bultos a su
lado y tuvo un presentimiento.
Viajaron
hasta el Peñón con el agua bravía mojándolos por
completo. La ayudó a bajar su maleta y sus bultos.
Es el último viaje, don Segundo, le dijo Catalina
al despedirse. Me puede hacer buscar si me
precisa, respondió él. .
Catalina
lo besó en la frente y se perdió por la puerta de
la casita blanca. El canoero volvió a su puerto,
silbando tranquilo bajo la tormenta.
Cuentan
los lugareños que vivieron varios años juntos. El
padre de Pablo les llevaba comida y medicina y la
madre de Catalina se paraba cada tarde en la
orilla del río, mirando hacia el Peñón. Pero jamás
la fue a buscar ni le envió encomienda alguna.
Cuando
Pablo falleció, ella se quedó a vivir sola alli.
Se había contagiado con lepra, pero le sobrevivió
varios años. El capitán Machado la continuó
cuidando hasta su muerte, ocurrida una semana
antes que el de ella.
Cuando se
dejó de verla en la terraza, al atardecer, los
residentes de la costa avisaron a sus padres. Pero
ellos ya la habían olvidado.
Fue don
Segundo quien encontró su cuerpo y la llevó hasta
Villa Hayes para darle sepultura, al otro lado de
su pueblo.
Los días
de luna nueva se la ve en la terraza, esperando
que Pablo regrese.
Comentarios