"El lector de libros incompletos" de Cuentos para leer en el recreo - Servilibro


Un olor putrefacto salía de las bolsas verdes que su madre estaba revisando. La vió separar las botellas de plástico, los cartones de leche y frasquitos de yogurt. A su lado, su tía Esmelda inspeccionaba un edredón gastadísimo y sonreía feliz con el hallazgo.
Sacá tu nariz de allí, le dijo su madre cuando intentó asomar su cabeza en la bolsa maloliente. Quiero ver qué hay, le respondió Nelson, e insistió en mirar y escarbar con un palo. Puajj, es puchero de pollo sin cocinar, dijo, tapándose la nariz con el brazo derecho.
¿Esto qué es? Gritó su hermanito Rufino. ¿Un robot? Un robot, mamita, un robot. El pequeño Rufino estaba histérico de alegría, saltando con un desvencijado juguete en las manos. Yo te lo voy a arreglar, le dijo Nelson, inspeccionando el juguete de color amarillo y azul.
Se sentó en la acera y empezó a manipular el robot, con tanta paciencia que un señor que barría su vereda lo miró embelesado. ¿Qué hacés, mitaì?
Quiero arreglarlo para mi hermanito, le dijo, y continuó armando y desarmando el robot, mientras los ojitos de su hermano brillaban de la emoción. Vení que te ayudo, le sugirió. Nelson se acercó hasta la acera y le pasó el juguete al señor que dejó su escoba recostada por la verja. Voy a traer mis herramientas, le dijo. En la punta de la cuadra, su familia continuaba revisando las bolsas de basura y separando las cosas que podrían servirle.
El hombre trajo una caja de herramientas y un sillón de cable y se sentó en la vereda con el niño. En un rato, el robot amarillo y azul ya movía los brazos, pero aún tenía atascada una de las piernas y le faltaba un ojo. Le tenemos que hacer un ojo nuevo, le dijo. Entrá en la casa, allí está mi esposa, decile que me mande la cajita de los hilos y botones que ella usa. Nelson ingresó con temor y encontró a la señora pelando mandioca en el hall, sentada en un sillón de mimbre.
Volvió con una cajita redonda de metal y se lo pasó al médico de juguetes. En segundos, el robot de Rufino tenía un ojo nuevo, diferente al otro, pero eso no importaba. Escuchó la voz de su madre llamándolo, y levantó la mano para indicarle que ya se iba. El médico ató la pierna enferma con un trocito de alambre y le hizo un yesito con un poco de cinta adhesiva. Ya está, le dijo, y le pasó el robot a Rufino. El niño lo apretó contra su pecho y le dio un beso a
la cabecita del robot. Gracias, dijo, y salió corriendo junto a su madre.
Gracias, señor, replicó Nelson y le pasó la mano. ¿Siempre pasan por aquí? Le preguntó el improvisado médico de robots. Sí, le dijo, los martes y los sábados, pero yo solo vengo los sábados porque me voy a la escuela por la mañana.
¿Cómo te llamás? Nelson Eduardo, le respondió ¿Y qué te gusta hacer? Continuó interrogándolo. Leer, le dijo, me gusta mucho leer. ¡Qué bien! ¿y tenés muchos libros? No señor, contestó. Solo dos que encontré en el basurero, uno está completo pero le falta la tapa y el otro está por la mitad y como daba demasiado gusto la historia, yo continúo contando en mi cabeza...
¿En qué grado estás? Interrogó extasiado con el relato del niño. En sexto y quiero estudiar para ser también médico de juguetes, dijo. El hombre rió con ganas con la respuesta del niño. Pero yo no soy médico de juguetes, soy bancario jubilado, me gusta nomás arreglar las cosas que se descomponen. ¡Ahh!, dijo Nelson y sonrió. Volvió a escuchar la voz de su madre y a continuación la de su tía. ¡¡¡Nelson!!!! Ya voy, respondió bien alto. Ya voy, mamá.
Esperame un rato, le dijo el hombre, te voy a dar algo. Volvió al minuto con una pila de libros y un cuaderno; también traía un autito de colección. Tomá, este juguete era de mi hijo que ahora ya es un hombre, estos libros son para vos y el cuaderno para que escribas la continuación de la historia que tenés por la mitad.
Nelson no cabía en sí de contento. Tomó los libros, el cuaderno y el juguete y le dio un abrazo al generoso desconocido. Voy a traerle mangos de mi patio el otro sábado, le dijo.
Voy a esperar, le dijo Armando Rojas. Voy a esperarte con ansias.
Su esposa dejó la bandeja con mandiocas en el suelo y se limpió los ojos con la manga de la blusa. Ellos tuvieron un niño al que le gustaban los juguetes. Solo quedan sus fotos repartidas por toda la casa, luego de aquel horrible accidente.



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