Relatos sueltos -Elisa



De "El peldaño gris"

Quise salir corriendo, sin rumbo, quise morir, que me tragara la tierra. Quise no haber existido nunca cuando lo supe. Ella me tiró, me sacó de su vida, me dejó y luego desapareció. Y ahora vuelve y me busca, quiere tratar de explicar lo inexplicable; yo no la quiero oír, quiero que se marche.

Ya me lo habían dicho varias veces en la escuela, o sea, me lo habían insinuado suavemente algunas compañeras, y con maldad otras, pero papá decía que no tenía que darle importancia a las habladurías. “Te envidian”, susurraba, mientras me apretaba contra su pecho.

Una vez le planteé seriamente a mamá: “Dicen que no soy hija de ustedes, que soy adoptada. Por favor, contame la verdad”, y ella se estremeció, preguntó quién me lo había dicho y cuando se lo conté dijo que era una tontería: “Claro que sos nuestra hija, de lo contrario cómo te explicás que te queramos tanto”, y salió de la habitación, pero a mí me quedó una sensación de vacío en algún lugar del pecho, una sensación de vacío que no supe explicarme, quizás porque ella no es tan cariñosa como papá. Sí me quiere, eso lo sé bien.

Mis amigas suelen decir siempre que tengo una familia hermosa: mis padres están en buena posición económica, son alegres y afectuosos, papá mucho más que mamá, pero a cambio de las demostraciones ella suele sentarse a conversar conmigo sobre mis amigas, el colegio, las cosas nuevas que quiero y planeamos juntas mi fiesta de quince años que va a ser el próximo año. Es una buena mamá, pero él es especial, sé que me adora.

Pero mi vida rosa cambió. Un sábado no me dejaron salir a la tarde porque según dijeron “venía una visita”, que se presentó a las cuatro de la tarde. La visita era una mujer morena, un poco gorda y no muy bien vestida. Fueron rápidos, sin rodeos; sin demoras me tiraron la verdad a la cara. Que yo no soy hija de ellos sino de la mujer y de vaya a saber quién, que yo no soy Delicia Saravia, sino... quizás ni siquiera había tenido tiempo de ponerme nombre. Dijo que me había dado porque no podía criarme, porque... no quise oír más y salí corriendo hacia mi habitación, a hundir mi cara contra el colchón, aunque hubiera querido continuar hasta quedar extenuada, lejos.

Ella me dejó una carta, escrita con letra desigual e infantil. Ella se llama Elisa y, ¡hablaba de tanto amor!, pero no le creí. Durante los días siguientes seguí recibiendo cartas, en ellas me explicaba una y otra vez que estaba sola, sin trabajo, sin familia, que no quiso abortar y optó por darme a una buena familia. Mis padres, ¿mis padres?, estaban callados, trataron de explicar pero no quise oírles. Estaba furiosa, no sé con quien, pero furiosa.

Continuaron llegando cartas que decían lo mismo, que estuvo sola, que estuvo tan triste, sola, triste, sola, triste... Papá me habló ayer y dijo que el amor de ellos está intacto, que yo soy el verdadero amor en esta casa, que me acogieron con afecto, que eligieron que fuera su hija.

Recibí otra carta de Elisa: “No quise perturbarte, ni llevarte de allí, tenía una inmensa necesidad de verte y darte un abrazo y que por una vez en la vida me digas mamá, sólo eso mi bebé y después me iría, y resulta que me voy sin abrazo, sin esa palabra que hace años quiero oír y con tu odio...”

No terminé la carta, lo llamé a papá al trabajo y le pedí que me llevara a despedirme de ella.

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