Prólogo de "Ronda en las olas" - Nila López

                                                  

 

Corría el año 1962. En Villa Hayes nacía Milia Gayoso. La niña creció escuchando durante horas el canto de las aves y consustanciándose con los modelos de vida de sus compueblanos. Cuando cumplió nueve años, a la orilla del río, se sentaba a “inventar” cuentos.

 

El tiempo pasó. Cuando cursaba el cuarto grado, (en la Argentina) era la escribiente por encargo: “Hacé otra poesía por el día de la madre, para el acto cultural del colegio...”.

 

Otros ámbitos mudaron su vida. La morena simpática aprendió los secretos del pueblo, desde sus más gastadas raíces, se armó de premoniciones, y sin importarle lo formal, escribió a borbotones.

 

Sus primeras publicaciones aparecieron en la revista universitaria Turú, editada por los estudiantes de periodismo de la Universidad Nacional, de la que es egresada como Licenciada en Ciencias de la Comunicación.

 

De aquí para allá, fue recogiendo leyendas y hechos concretos, creciendo con los sufrimientos de sus conciudadanos, observando tenazmente nuestra realidad, recogiendo sus compases más sutiles.

 

Continuó escribiendo en el suplemento femenino del diario Hoy. ¿Historias reales? ¿Cuentos? ¿Crónicas costumbristas? Inútil sería tratar de encasillarlas dentro de un género literario.

 

Pareciera que con el correr de la pluma (o de las teclas de la computadora), Milia hubiera intentado un ensayo sobre las verdades callejeras, las más diminutas, las más simples y triviales: nuestro color, nuestro aroma.

 

Sintiendo en carne viva las penurias de seres marginales, su prosa parece detenerse interminablemente en descripciones del dolor ajeno, tal vez porque le costaba conciliar el sueño, cada noche, después de una jornada de auténtica convivencia con los    otros -por lo demás, sería esa intranquilidad del sueño que tienen la mayoría de las personas honradas.

 

Porque la honradez no se limita a la rectitud de la conducta, a la ausencia de hurto y otros comportamientos poco éticos, sino a la solidaridad con los demás, a la que mueve a la acción para transformar nuestros males en bienes, al margen de sensiblerías.

 

Por eso la narrativa de Milia es un gran fresco de las luchas de anónimos personajes paraguayos, hombres, mujeres y niños que acarrean sus atados de melancolías, frustraciones, nostalgias.

 

Ella sabe enfocar con jubilosa sencillez esos temas de la vida elemental, conociendo muy bien los giros de la fraseología paraguaya, quizás sin detenerse demasiado en aspectos estilísticos. De repente, hasta sentimos que los cuentos -por definirlos de alguna manera- pierden su característica de ficción.

 

Aquí están amontonados los duelos populares, los interrogantes del porvenir, en un sonoro dibujo de circunstancias variadas que, de una u otra manera, a casi todos nos toca experimentar.

 

Estamos todos nosotros en sus historias, con nuestra ropa doméstica y múltiple, con nuestros dolores e inseguridades, con nuestros dramas habituales... No hay victorias fáciles.

 

Y en este gran coro de la gente que es retratada sin máscaras, se levanta la voz de la autora rebelándose ante el sufrimiento humano, ante las injusticias.

 

No es una realidad que se expresa porque sí, encerrándose en la anécdota. No es la realidad como es, sino su propia sustancia, la escondida, la que está detrás de la parte adjetiva de los fenómenos cotidianos, que de tanto transitarlos, ya no los percibimos, hijos como somos de hábitos y rutinas aprendidas.

 

Sin alardes, sin seguir modas literarias, escueta, sencillamente, sin recetas, desde su camino de papel, Milia se acerca a los seres condenados por su propio destino, a los pobres del mundo, a los tristes que no saben ya dónde guardar sus sueños malheridos.

 

Y a partir de estas voces supremas de los personajes, podemos ver las carencias de nuestra colectividad, lo que nos humilla.

 

Es cierto que a ratos este aluvión de desdichas o de patética emotividad nos hace dejar a un lado tanta palabra húmeda. Pero... queda una duda. Retomamos la lectura en ese punto exacto de la trama que es más comunicante en sus engranajes, diría yo,    impensados por la autora, espontáneos. Tampoco se puede negar que en estos desahogos, productos del contacto permanente con el sufrimiento del hermano, hay siempre como fondo una esperanza, una sugerencia de que es posible limpiar ese tape po'i del no ser al ser.

 

Como dijera Guillén alguna vez, aquí se unen «el mismo canto y el mismo cuento». A partir de estas narraciones se puede aprender más que en los libros de los historiadores y economistas profesionales, porque la de Milia es una prosa plena de certidumbres, eco directo de lo que sucede cada día en cada esquina.

 

Y lo repito: es muy importante que una joven rescate del olvido al que siempre han estado condenados, esos minuciosos quehaceres populares urbanos, contemporáneos, inadvertidos debido a su repetición sistemática.

 

Espero que los protagonistas de los argumentos de Milia sean también sus lectores: toda esa gente que no tiene lugar para el descanso, y que en los elementos prácticos que emplea la escritora, en sus sabias combinaciones de recursos literarios -hijas de su arandu ka'aty-, en sus imágenes dispersas y fuertes, se entreguen a su ternura desbordada. Que sus mejores interlocutores sean los miles y miles que ella ha dibujado en este libro desigual, testimonial, invadido de antihéroes, y que, estoy segura, dejará huellas que darán paso a nuevas aventuras de la palabra.

 

Nila López       

Asunción, Junio de 1990


 

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