Columna - Una tarde con Roa
(A la memoria del maestro)
Tardecita de primavera en Asunción, hace ya varios años. Recuerdo su sonrisa iluminada por los últimos rayos solares en el jardín de la casa de su hermana Rosa, en Villa Morra. “Mejor tras las plantas”, dijo bromeando en el momento del disparo de los flashes para ilustrar aquella entrevista. Y se ubicó tras los crotos que rebrotaban en las ramas, con ese dejo de tímido seductor que lo hacía tan especial.
Era la primera nota de una periodista e incipiente escritora con el supremo de la pluma. Pero él, casi escondido en el fondo del sillón, se encargó de hacer sentir que allí no había baches generacionales ni de talento, sino un par de seres rescantado la alegría de la palabra. Su enorme humildad no le permitía ser tratado como lo que era, una verdadera gloria de las letras de este país; sólo quería seguir siendo ese ser generoso que no negaba entrevistas y estaba presto para dar una opinión sobre los textos de todos quienes comenzábamos a ensayar pasitos tras los suyos. Era físicamente pequeño, pero realizó la inmensa tarea de denunciar las injusticias sociales a través de una monumental obra, que por su calidad, lo elevó a un sitio privilegiado de las letras a nivel mundial.
Desprendido de toda pose, durante los sucesivos viajes al país, después de su largo exilio, no dejó de atender a quienes se le acercaban y aceptaba estar aquí o allá, apoyando eventos culturales. Luego cuando finalmente eligió su tierra para pasar los últimos años, habiendo podido hacerlo en cualquiera de los paises donde es considerado uno de los mayores escritores de habla hispana, se insertó entre nosotros como uno más y agotó aquí su último aliento. Quizás pasando soledad, necesidades e ingratitud de un pueblo que no aprende de una vez por todas a valorar las cosas buenas que posee, hasta que las pierde irremediablemente.
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